Todo
lo que se interpone en nuestro camino, ya
sea objeto inanimado o ser viviente, todo aquello que nos impide circular a la
velocidad que queramos, cuando queramos
y donde queramos se convierte en nuestro circunstancial enemigo.
A
diario nos encontramos con personas que, al menor contratiempo, al más
imperceptible retraso, a la más sutil demora, al menor indicio de lentitud, se les hinchan
las venas de las sienes a causa del furor contenido. Por lo demás son personas
del todo normales, excepto por esa mal justificada prisa.
Encontramos
a diario y por doquier pruebas de personas que viven aceleradas, incluso
peligrosamente aceleradas en espacial cuando entre sus manos tienen un volante.
He
visto pelearse en un supermercado porque el cliente que le precede, tras haber pagado, tarda demasiado
en meter los artículos que ha comprado en las bolsas. En ocasiones, esta
actitud es propiciada por la mal entendida prisa y falta de sentido común de
alguna cajera que, antes de retirar sus artículos el cliente lento, empieza a mostrarle
a la incansable maquinita el código de barras de los artículos del cliente acelerado.
Cierto
día fui testigo del siguiente hecho: un repartidor, bastante flemático, se detiene ante la tienda que hay en los
bajos del edificio donde vivo. El conductor descarga lo que parece el embalaje
de un televisor de bastantes pulgadas. Lo deposita en una carretilla y la
empuja hacia la tienda. Mientras tanto ha llegado un automóvil que necesariamente
ha de detenerse porque la furgoneta le impide el paso. Es un automóvil con
pretensiones deportivas, techo corredizo y de color oscuro. Su conductor, un
hombre de unos cuarenta años, mal encarado y con pinta de ejecutivo frustrado.
No ha transcurrido ni medio minuto y ya ha mirado su reloj dos o tres veces.
Por la cara de contrariedad que pone, debe llegar tarde a alguna parte. Hace
sonar el claxon un par de veces. No hay respuesta. Vuelve a mirar su reloj y
saca su móvil. Con la mano que le queda libre repiquetea el volante a la vez
que mira hacia la puerta de la tienda en espera de ver salir repartidor de la furgoneta.
Pero
éste no aparece. Cosa que irrita aún más a nuestro impaciente personaje. Empieza
a agitarse en el asiento, a sacudir los brazos y a mover la cabeza de izquierda
a derecha unas veces y otras, adelante y atrás. Oigo como un gruñido bronco y profundo que surge de la
ventanilla abierta del coche. Gruñe y resopla. Por un momento temo que el
hombre empiece a sufrir un ataque epiléptico. Saco mi móvil dispuesto a llamar
al 112, pero en ese momento sale el repartidor de la tienda. Nuestro impaciente
conductor asoma la cabeza por la ventanilla y grita: “mueve la furgoneta, so cabrón, o bajo y te arranco la cabeza”. El
repartidor, mientras se dirige a la parte posterior de la furgoneta, se encoge de hombros y esboza una ligera
sonrisa, como el que tiene una larga experiencia en situaciones como aquella.
En eso que, del puesto del conductor de la furgoneta, baja un joven con unos papeles en la mano. Un
joven alto, musculoso, con aspecto de boxeador y con una camisa como la del
compañero de la carretilla, con el mismo nombre de la empresa rotulado en la
furgoneta. Se dirige al ejecutivo frustrado y le espeta: ¿tienes prisa?, ¿se te quema la casa? Solo llevas esperando poco más de
un minuto…
El
de la prisa mete la cabeza dentro del coche, supongo que con algo de miedo y se
relaja. Yo me guardo mi móvil, porque me percato de que aquel maleducado
conductor no tiene ningún ataque epiléptico ni nada que se le parezca.
Nuestro
irascible hombre se quedó tan anonadado ante la presencia del musculoso
conductor que no se percató que la calle estaba despejada hasta que otro conductor,
detenido detrás de él le avisó con el claxon.
Yo,
que por deformación profesional estuve a punto de meterme donde no me
llamaban, cosa poco aconsejable en estos días, quería decirle que se tomara la
conducción con más calma, que la prisa es mala consejera de viaje, que produce
ira, cólera, furia, rabia y mata y que como dice la letra de la canción, creo que de Alejandro Sanz ,”viviendo tan deprisa la
vida no se aprecia”, pero el sonido de los neumáticos chirriando sobre el
asfalto ahogaron mis incipientes palabras.
“En este siglo acabaremos con las
enfermedades, pero nos matarán las prisas”, dejó dicho el insigne Gregorio
Marañón.