Hojeando, hace unos días, una
publicación semanal mallorquina de los años veinte del siglo pasado, llamó mi
atención, quizá por deformación profesional, un artículo publicado por aquellas
fechas en un semanario mallorquin. “Educació chofera” (educación chofera)
era su título y “La pols” (El polvo), el subtitulo.
Su autor lo terminaba poniendo en boca de otra
persona la siguiente aseveración: (…) tots
els problemes d’Espanya s’hauríen de resoldre amb una paraula: EDUCACIÓ (
todos los problemas de España deberían resolverse con una palabra: EDUCACIÓN).
Esta frase escrita en 1920 tiene plena vigencia en
el 2014. ¡Qué bien iría a la circulación vial, en particular, y a la sociedad,
en general, si estas palabras fueran una realidad y no un desiderátum!
Por aquellos años, segunda década del siglo XX, había
una especie de cruzada a propósito de combatir la tisis, vulgo tuberculosis. La mayoría de médicos aconsejaban que considerasen el polvo como el enemigo más terrible. Y si
algo abundaba en aquellos caminos y carreteras
era polvo, sobretodo el que levantaban los autos que pasaban a velocidades
endiabladas. ¡Algunos ya alcanzaban hasta los 90 kilómetros por
hora!
Muchos tramos de caminos antiguos de Mallorca se
habían convertido en la época que nos ocupa en carreteras y caminos vecinales. Algunos
de estos caminos recibían el nombre de carreteras sin que lo fueran realmente. Muchos
conservaban el mismo trazado que tenían en 1.784.
Transitando en vehículo o caminando por Mallorca despierta la curiosidad del visitante no sólo la
cantidad de muros de cerca que cierran por ambos lados los caminos y carreteras,
sino las singulares características de
estas construcciones de mampostería en seco. Era tal el arte que debía tener su
constructor que en los contratos que se hacían para levantar los muros había
una cláusula que, como poco, llama la atención: no podía entrar la hoja de un
cuchillo entre piedra y piedra de mampostería en seco.
Por uno de estos caminos o carreteras, allá por la segunda
década del siglo XX, un hombre se
dirigía a la ciudad de Palma. Era una calurosa mañana de los primeros días del
mes de septiembre. Nuestro caminante, camina que caminarás, ensimismado en sus
cuitas y sorteando toda clase de obstáculos peatonales sufría los inconvenientes de aquella mañana de
verano que no por ser templada deja que el camino sea sudorífico (la humedad no
falta en esta isla). Como aquel peatón iba vestido de riguroso luto, algunas motas
del polvo del camino se depositaban en su negra vestimenta y, de tanto en tanto, el hombre se las
sacudía. De pronto, el sonido de la bocina de un auto le sacó de sus
pensamientos. Miró hacia atrás y vio acercarse uno de aquellos modernos
carruajes que pedía espacio para él y sus ocupantes y…la verdad era que, en
aquellos precisos momentos, no había más ser viviente ocupando la carretera que
nuestro sudoroso caminante. Transitaba por la orilla, lo más próximo a la cerca
y ocupando el mínimo espacio posible. Aquella gran cosa que venia produciendo
un tremendo ruido y casi envuelta en una gran nube, no precisamente de lluvia
sino de polvo del camino, se acercaba a velocidad de vértigo. Tanto la enorme
polvareda que levantaba como las ensordecedoras
explosiones del motor cada vez estaban más cerca del hombre vestido de negro.
Aunque dicen de éste que es un buen color en la vestimenta para paliar los
calores del camino, no es muy aconsejable
para transitar por caminos polvorientos.
El ruido atronador de aquel mortífero aparato cada vez estaba más próximo y nuestro caminante
se debatía entre huir campo a través o
dejarse atropellar por aquella infernal máquina. Bien es verdad que pensó en la
primera solución, pero cualquiera se encaramaba en aquellos muros de cerca de quince o veinte palmos. Esta era una gesta,
reservada a auténticos atletas y nuestro hombre no lo era. Se resignó y esperó
a que sucediese lo inevitable: ser atropellado en un camino polvoriento por una
maquina destructiva, guiada por un “chauffeur”
más destructivo aún. Se arrimó todo lo que pudo a la cerca de argamasa hasta casi
incrustarse en la misma. Se tapó la nariz con el pañuelo y miró de soslayo a los que pasaban como un relámpago. No era uno sino varios los
que viajaban en aquel auto. Nuevos ricos a los que tanto les daba llegar a la
ciudad media hora antes o media hora después. Pero resulta que viajaban en un
automóvil de aquellos que empezaban a pulular por caminos, calles y carreteras
de la siempre bella isla de Mallorca. El “chauffeur” y sus acompañantes debían considerar necesario tener que dejar
atrás a cualquier hombre, mujer, carro, carreta y semoviente que encontrasen en
su camino. Por algo eran ricos y tenían un auto. Nuestro buen hombre, acalorado
y nervioso, con la nariz y el gañote hechos un desastre y su traje, que ya era
menos negro, se quedó como petrificado mientras el auto desaparecía en lontananza
dejando tras sí un una enorme polvareda.
El autor de aquel artículo se daba una respuesta a
la siguiente pregunta: ¿cómo se hubiera comportado un “chauffeur” educado?
Hubiera hecho
un toque o máximo dos de bocina. La señal de aviso la hubiera realizado unos
cien pasos antes de llegar a la altura del caminante y de haber sido un
“chauffeur” respetuoso, al ver que aquel hombre iba vestido de negro, con más
motivo hubiera reducido la velocidad de su auto para pasar lo más poco a poco
posible. Y cuando se hubiera alejado unos cincuenta metros podría haber
continuado su marcha con la velocidad del rayo.
La educación del conductor ya se trataba en la
prensa escrita de las primeras décadas del siglo pasado.