domingo, 1 de junio de 2014

“EDUCACIÓ CHOFERA”

Hojeando, hace unos días, una publicación semanal mallorquina  de los años veinte del siglo pasado, llamó mi atención, quizá por deformación profesional, un artículo publicado por aquellas fechas en un semanario mallorquin. “Educació chofera” (educación chofera) era su título y “La pols” (El polvo), el subtitulo.

Su autor lo terminaba poniendo en boca de otra persona la siguiente aseveración: (…) tots els problemes d’Espanya s’hauríen de resoldre amb una paraula: EDUCACIÓ ( todos los problemas de España deberían resolverse con una palabra: EDUCACIÓN).

Esta frase escrita en 1920 tiene plena vigencia en el 2014. ¡Qué bien iría a la circulación vial, en particular, y a la sociedad, en general, si estas palabras fueran una realidad y no un desiderátum!

Por aquellos años, segunda década del siglo XX, había una especie de cruzada a propósito de combatir la tisis, vulgo tuberculosis. La mayoría de  médicos aconsejaban que considerasen  el polvo como el enemigo más terrible. Y si algo abundaba en aquellos  caminos y carreteras era polvo, sobretodo el que levantaban los autos que pasaban a velocidades endiabladas. ¡Algunos ya alcanzaban hasta los 90 kilómetros por hora!

Muchos tramos de caminos antiguos de Mallorca se habían convertido en la época que nos ocupa en carreteras y caminos vecinales. Algunos de estos caminos recibían el nombre de carreteras sin que lo fueran realmente. Muchos conservaban el mismo trazado que tenían en 1.784.

Transitando en vehículo o caminando por Mallorca  despierta la curiosidad  del visitante no sólo la cantidad de muros de cerca que cierran por ambos lados los caminos y carreteras, sino las singulares características  de estas construcciones de mampostería en seco. Era tal el arte que debía tener su constructor que en los contratos que se hacían para levantar los muros había una cláusula que, como poco, llama la atención: no podía entrar la hoja de un  cuchillo entre piedra y piedra de mampostería en seco.



Por uno de estos caminos o carreteras, allá por la segunda  década del siglo XX, un hombre se dirigía a la ciudad de Palma. Era una calurosa mañana de los primeros días del mes de septiembre. Nuestro caminante, camina que caminarás, ensimismado en sus cuitas y sorteando toda clase de obstáculos peatonales  sufría los inconvenientes de aquella mañana de verano que no por ser templada deja que el camino sea sudorífico (la humedad no falta en esta isla). Como aquel peatón  iba vestido de riguroso luto, algunas motas del polvo del camino se depositaban en su negra vestimenta  y, de tanto en tanto, el hombre se las sacudía. De pronto, el sonido de la bocina de un auto le sacó de sus pensamientos. Miró  hacia atrás  y vio acercarse uno de aquellos modernos carruajes que pedía espacio para él y sus ocupantes y…la verdad era que, en aquellos precisos momentos, no había más ser viviente ocupando la carretera que nuestro sudoroso caminante. Transitaba por la orilla, lo más próximo a la cerca y ocupando el mínimo espacio posible. Aquella gran cosa que venia produciendo un tremendo ruido y casi envuelta en una gran nube, no precisamente de lluvia sino de polvo del camino, se acercaba a velocidad de vértigo. Tanto la enorme polvareda  que levantaba como las ensordecedoras explosiones del motor cada vez estaban más cerca del hombre vestido de negro. Aunque dicen de éste que es un buen color en la vestimenta para paliar los calores del camino,  no es muy aconsejable para transitar por caminos polvorientos.



El ruido atronador de aquel mortífero aparato  cada vez estaba más próximo y nuestro caminante se debatía  entre huir campo a través o dejarse atropellar por aquella infernal máquina. Bien es verdad que pensó en la primera solución, pero cualquiera se encaramaba  en aquellos muros de cerca  de quince o veinte palmos. Esta era una gesta, reservada a auténticos atletas y nuestro hombre no lo era. Se resignó y esperó a que sucediese lo inevitable: ser atropellado en un camino polvoriento por una maquina destructiva, guiada por un  “chauffeur” más destructivo aún. Se arrimó todo lo que pudo a la cerca de argamasa hasta casi incrustarse en la misma. Se tapó la nariz con el pañuelo y miró de soslayo  a los que pasaban  como un relámpago. No era uno sino varios los que viajaban en aquel auto. Nuevos ricos a los que tanto les daba llegar a la ciudad media hora antes o media hora después. Pero resulta que viajaban en un automóvil de aquellos que empezaban a pulular por caminos, calles y carreteras de la siempre bella isla de Mallorca. El “chauffeur” y sus acompañantes  debían considerar necesario tener que dejar atrás a cualquier hombre, mujer, carro, carreta y semoviente que encontrasen en su camino. Por algo eran ricos y tenían un auto. Nuestro buen hombre, acalorado y nervioso, con la nariz y el gañote hechos un desastre y su traje, que ya era menos negro, se quedó como petrificado mientras el auto desaparecía en lontananza dejando tras sí un una enorme polvareda.


El autor de aquel artículo se daba una respuesta a la siguiente pregunta: ¿cómo se hubiera comportado un “chauffeur” educado?

Hubiera hecho un toque o máximo dos de bocina. La señal de aviso la hubiera realizado unos cien pasos antes de llegar a la altura del caminante y de haber sido un “chauffeur” respetuoso, al ver que aquel hombre iba vestido de negro, con más motivo hubiera reducido la velocidad de su auto para pasar lo más poco a poco posible. Y cuando se hubiera alejado unos cincuenta metros podría haber continuado su marcha con la velocidad del rayo.

La educación del conductor ya se trataba en la prensa escrita de las primeras décadas del siglo pasado.