Lo automóviles no han gozado siempre de
un gran prestigio, ni han tenido una gran aceptación.
Cuando hicieron su aparición en Gran
Bretaña allá por los años finales del siglo XIX no fueron bien vistos ni por el
poderoso e incipiente lobby de los ferrocarriles británicos, ni por los
interesados en el transporte mediante vehículos de tracción animal.
Aquel tren hacia un recorrido de unos cuarenta kilómetros, distancia que separa estas dos poblaciones a la vertiginosa velocidad de unos treinta y dos kilómetros por hora con el vaivén y el ruido que producía aquel amasijo de hierros y madera.
Mientras unos británicos de cabellos
rubios se aliaban para poner negros, con el humo de sus locomotoras, a sus compatriotas,
no era chocante que otros, igual de rubios y tan británicos como ellos, se ocuparan
de promocionar el transporte por carretera
mediante vehículos a vapor.
El inventor y emprendedor Walter Hancock,
se hizo en pocos años con una flota de diez autobuses con «caldera», con los
cuales estableció un servicio regular de viajeros entre Londres y Straford que
mantuvo desde 1.829 a 1.836. Cada uno de aquellos armatostes podía transportaba
22 pasajeros, a velocidades de 30 km./h., en medio de nubes de polvo, causando
el pasmo y el terror de cuantas mujeres, ancianos y niños le veían pasar.
Ante el éxito que iba teniendo el
transporte por carretera, los empresarios creyeron que su negocio peligraba y
empezaron a estudiar la forma en que podían ejercer la presión necesaria para
frenar el auge de crecimiento de estos vehículos.
No tardó en producirse el primer
accidente con víctimas ocasionado por un autobús a vapor en el trayecto
Paisley-Glasgow, y que no provocó muchos
lios por no existir aun el seguro sobre accidentes. Era la ocasión que esperaba
el lobby para ejercer su presión. El Parlamento inglés votó en 1861 la curiosa
ley de las «Locomotives Acts» que ralentizó toda la actividad automovilística.
Aquellas leyes imponían grandes restricciones
al uso del automóvil, como aquella, “The Locomotive Act”, que se promulgó en
1865 y que llegó a ser conocida por la Ley de la Bandera Roja. Establecía que en
todo vehículo propulsado por vapor o
cualquier otra potencia que no sea animal debía emplearse una dotación
de, al menos, tres personas para gobernarlo cuando circulara por una carretera o cualquier otra
vía pública.
La norma ordenaba, además, que una de estas personas de la obligada
dotación, en llegando a un lugar poblado, deberá ir a pie por delante del mismo
a no menos de sesenta yardas, unos cincuenta metros, portando una bandera roja de
manera visible, y advertirá a los jinetes, conductores de caballos y peatones
pasmados del peligro que se les venía encima.
No terminaban aquí las extravagancias y cortapisas de aquella ley. No será
lícito, decía, conducir tales vehículos
a lo largo de cualquier carretera a una velocidad mayor de cuatro millas por
hora, cerca de seis kilómetros y medio, o a través de cualquier ciudad, o aldea
a una velocidad mayor que dos millas por hora, poco más de dos kilómetros por
hora.
Este absurdo de ley era debido, en gran parte, a la presión que ejercía el principal lobby
ingles que veía al automóvil como un peligro para sus propios intereses. Hizo
que equipararan los automóviles con las apisonadoras mecánicas.
Una nueva ley promulgada en 1896, y que entró en vigor en noviembre del
mismo año, derogó aquellas estrictas normas. A partir de entonces se permitió,
sin tantas cortapisas, la circulación de los automóviles por las rutas inglesas,
a condición de que no marcharan a más de 19 kilómetros por hora.
A los pocos años, los automovilistas ingleses empezaron a conmemorar el
aniversario de este acontecimiento, “la emancipación de los automovilistas
ingleses”, con una carrera de automóviles antiguos entre Londres y Brighton.
La popularidad de esta carrera ha crecido con los años. Este pasado mes de
noviembre se ha celebrado el 120 aniversario. Cualquiera puede
participar, solo con la condición de que el vehículo haya sido
construido antes del 1 de enero de 1905.
La Ley de Automóviles 1903
(Motor Car Act. 1903) elevó el límite de velocidad a 20 millas por hora (32
km/h). En su artículo 3 se exigió que los conductores de automóviles tuvieran licencia a
partir del 1 de enero de 1904.