lunes, 5 de febrero de 2018

EL AUTOMÓVIL, EL AUTOMOVILISTA Y SUS CONSECUENCIAS…

“Diccionario humorístico del automóvil”
(III)
JEFATURA DE TRÁFICO Y EXAMEN 

Aquellos exámenes de conducir…según el autor de aquel Diccionario humorístico del automóvil.

Para solaz, distracción y, si es posible, esparcimiento y regocijo de ambos colectivos, el de autoescuelas y el de examinadores que tan mal lo vienen pasando últimamente, traemos, de nuevo, dos comentarios más (los dos primeros los publiqué en febrero y marzo respectivamente del pasado  año) de la obra de Francisco Balagué Solá,  “el automóvil, el automovilista y sus consecuencias…”

El libro, como ya señalé, se publicó en 1968 (Editorial M. Casals, Barcelona). Precisamente este fue el año en el que los exámenes de conducir pasaron a ser competencia de la Jefatura Central de Tráfico.


Los funcionarios seleccionados para examinar a los aspirantes al permiso de conducir habían pasado por la Escuela de Automovilismo de Getafe para recibir la pertinente formación. Esta escuela era (supongo que sigue siendo) un centro militar. Se dio la paradoja de que no todos los funcionarios seleccionados para asistir al curso eran titulares de permisos de conducir. 


En aquellos años, si no tenías el permiso de conducir y un SEAT 600 no eras nadie…y todos los españoles querían ser alguien. Aprendían a conducir y se compraban a plazos un SEAT 600 que era el automóvil más asequible a sus economías. Pero antes de la adquisición estampaban su firma en aquellos documentos conocidos como  “letra de cambio”, aceptando la cantidad y la fecha de vencimiento. Esta filosofía de comprar y vender a plazos beneficiaba al tejido productivo, en especial a los fabricantes de automóviles, a sus concesionarios, a los talleres mecánicos, a las estaciones de servicio y, cómo no, a las Autoescuelas.


Próximas las fechas en las que la Jefatura Central de Tráfico se haría cargo de la realización de las exámenes de conducir y, quizá debido a ello, se abrió un debate en una parte de la prensa, en los profesionales y en una parte de la sociedad, sobre todo si en su entorno había algún aspirante a obtener un permiso de conducir en fechas próximas.

Se polemizaba sobre la enseñanza en las Academias de Conductores, las exigencias en los exámenes, el nivel de capacitación de aquellos  “instructores”, el coste de sacarse un carnet de conducir, etc. De siempre han sido temas manidos y recurrentes.

Durante toda la década de los sesenta hubo una estampida de ciudadanos hacia los concesionarios de coches y también  hacia las autoescuelas porque todos querían alcanzar aquel  estatus social que permitía desplazarse conduciendo un coche. El automóvil empezaba a convertirse en un símbolo de una libertad  ilusoria de una  nueva sociedad capitalista —me desplazo a donde quiero, con quien quiero y cuando quiero — sin pensar en los atascos que este fenómeno empezaba a generar.



Los funcionarios examinadores destinados en Barcelona iniciaron su  nueva tarea en la montaña de Montjuic el 1 de febrero de 1968. El libro se publicó en los primeros días de este mismo año. Por este y otros motivos que aparecen en su redactado, cabe pensar que los comentarios y descripciones de su autor sobre los exámenes hacen referencia a los realizados cuando todavía dependían de la Dirección General de Industria. Aunque no diferían mucho de aquellos primeros que realizaban los funcionarios de las Jefaturas Provinciales de Tráfico.

Así describía Francisco Balagué Solá  las JEFATURAS DE TRÁFICO DEL MOMENTO:


Organismo creado para la simplificación de los varios trámites que antes hacían de la matriculación de los vehículos una especie de novelas por entrega, lo que se realiza ahora en unas horas.

Igualmente se ocupan de la vigilancia, encauzamiento y coordinación del tráfico contribuyendo con sus normas, consejos y asesoramiento a hacer posible lo que prácticamente no lo es: que se pueda circular por nuestras carreteras costeras en días festivos del verano.

Suponemos que las Jefaturas de Tráfico demostrarán igualmente su eficiencia en la labor que ahora se les encomienda sobre exámenes de conductores, problema acuciante cuya solución adecuada es preciso y urgente hallar, ante las, cada día, mayores dificultades que la circulación motorizada representa.

Y esto otro decía del que , más en concreto, se realizaba en la Montaña de Montjuic de Barcelona: 







Aunque a simple vista parezca que ya todos tienen permiso de conducir la realidad es bien diferente y de ello se congratulan las Auto-Escuelas. Son legión los que aspiran a esa preciada cartulina que faculta para manejar coches, por habérseles despertado tarde la comezón de conducir o bien por no haber adquirido el desarrollo necesario para comprar coche hasta ahora. Y también son muchísimos los que acaban de cumplir los 18 años.


¿En qué consiste el examen de conducción? Trasladémonos al Estadio de Montjuich para constatarlo de visu. A las 8,30 ante la puerta «R», más de un centenar de alumnos esperan. Es el primer turno y hay tres, normalmente. Se les pasa lista y entran en un local para sufrir el examen de teoría. Se les entrega un formulario y tienen que contestar «Si» o «No» a unas preguntas relativas al Código, aclarar un par de gráficos sobre prioridad de paso y designar debidamente unos «discos» sobre señales.

 La contestación a base del «Si» o el «No» presupone que cada alumno tiene el 50 % del problema resuelto a base del azar. Recalquemos, sin embargo, que los alumnos, en su mayor parte, saben lo que tienen que responder ya que en las Auto-Escuelas les han hecho repetir cien veces formularios parecidos. No entienden las preguntas, pero distinguen cuando hay que decir «si» y cuando «no».

Una hora después del examen de teoría les entregan la calificación que sea positiva o negativa les facilita el paso al examen práctico. Y los aspirantes se sientan frente al volante del coche en que han efectuado sus pruebas de aprendizaje y comienza la tortura.




Un guardia urbano mira sus papeles y su documento de Identidad, para comprobar que el que se examina es el alumno y no su tío de Badajoz que podría ser un experto. Y da la orden de partida. El futuro chófer intenta colocar la primera, lo que así, de primera intención no siempre logra por causa de los nervios, pero si consigue hacer mucho ruído. El guardia, cachazuda y campechanamente le indica que resulta conveniente apretar el embrague. Otras veces, pese a no desembragar, el golpe propinado a la palanca de cambio es tan brutal que la marcha entra y el coche arranca, dando un gran salto, como canguro retozón.

Tipo canguro o tipo carro, el coche avanza en primera velocidad y acomete la prueba primera: pasar en zig-zag entre tres palos situados a distancia suficiente para que entre ellos pudiera pasar un camión articulado. Pese a ello, alguno de los forzados, quizás soñando en su futura participación en Le Mans, aceleran. Una valla metálica les saca de sus sueños prematuros. El coche, más o menos abollado, es retirado por el instructor y el alumno del examen, por el guardia.

Los que consiguen vencer la tentación de apretar el acelerador siguen la prueba. Una vez superados los tres palos, han de cambiar a segunda. Los hay tan tacaños que no quieren cambiar nada (seguramente pensando que con los cambios se suele perder) y siguen adelante, conteniendo la marcha del coche a medio embrague y haciendo polvo el disco de ídem. Pero es lo que ellos piensan: con lo que les cobran por las prácticas ya les quedará algo a los de las Auto-Escuelas para discos de esos.

Como lo reglamentario es efectuar el cambio dicho; de tarde en tarde se asoma un examinador y a los que pesca en primera, están fritos. Se les invita a volver dentro de tres semanas, para que tengan tiempo suficiente para meditar sobre las ventajas de cambiar a segunda. Los que lo hacen o no son pescados, continúan hasta una rampa donde han de parar para arrancar nuevamente. Allí es el crujir de dientes y, a veces, de metales, cuando el coche se va hacia atrás y no para hasta darse con el que seguía. La rampa no supone más allá de un 5 %, pero ya es broma eso de tener que coordinar embrague, acelerador y freno de mano...



Sin embargo, los más logran vencer tamaño escollo y suben un poco más para cambiar el sentido de marcha del coche en una calle que no tiene más de cinco metros de anchura. También esta nueva dificultad suele ser superada por la mayoría y ya no resta más que la difinitiva: la de encajonar el coche entre dos palos, sin tirarlos, y de forma y modo que el artefacto quede más o menos paralelo al bordillo de fondo y no más distantes, sus ruedas interiores, de 25 centímetros del mismo.

El aspirante sitúa el coche; hace marcha atrás; gira primero a la derecha y luego a la izquierda, de acuerdo con las referencias señaladas por su probo instructor y con más o menos sudores y con un par de maniobras de corrección, deja el coche aparcado. Y deja de ser aspirante porque se ha convertido en «apto» para conducir.




El aspirante sitúa el coche; hace marcha atrás; gira primero a la derecha y luego a la izquierda, de acuerdo con las referencias señaladas por su probo instructor y con más o menos sudores y con un par de maniobras de corrección, deja el coche aparcado. Y deja de ser aspirante porque se ha convertido en «apto» para conducir.
  
Después... ¡Depende de tantos factores! Si tiene un poco de precaución y mucho de suerte, después de muchos sustos, va aprendiendo a conducir y llegará un día en que quizás será un experto. Si no tiene precaución ni suerte... ¡La lista de «sucesos» aumenta de día en día!

 Aunque nuestros jóvenes conductores no lo crean, así  aprendimos  a conducir todos los españoles y españolas cuyo  permiso de conducir supera el medio siglo de antigüedad.

¡Qué poco se parecen, afortunadamente, aquellos exámenes a estos de hoy!