En esta ocasión lo
intentaba por quinta vez. Estaba convencida que sería la última, la del éxito, y
que regresaría a casa con el ansiado premiso de conducir.
Beatrice Park
decidida, aunque un poco nerviosa, esperaba al examinador en el automóvil nuevo
de su marido. Ambos habían llegado al Centro de Exámenes con puntualidad inglesa
el día y la hora que le fijaron. No tardó en hacer acto de presencia la persona
que decidiría su suerte aquel día, el examinador, Victor Collier. Allí había
llegado, con su cartera de mano llena de papeles, inmutable, serio, seco, pero
correcto. Entró en el vehículo y se sentó en el asiento del copiloto. Saludó a
la aspirante respetuosamente, pero un poco infatuado; hizo las comprobaciones
protocolarias y oficiales y le dijo:
—
En
marcha. Vamos a ver cómo se las arregla entre el tráfico.
La aspirante puso
el motor en marcha, hizo las comprobaciones correspondientes, colocó la primera
velocidad e inició el examen.
Llevaban
recorridos un par de kilómetros y todo marchaba correctamente. Pero apareció
aquella sorprendente curva, más cerrada de lo que parecía y con el peralte
cambiado. Nuestra Beatrice Park entró a
demasiada velocidad, se puso nerviosa, no pudo enderezar el coche que enfilaba
hacia el rio Wey. Intentó frenar, pero, por su nerviosismo, apretó el
acelerador. Examinada y examinador terminaron en las tranquilas aguas del
afluente del Támesis.
Ya en su casa,
Beatrice comentó:
“El automóvil comenzó a hundirse, abrí
una ventanilla y salí. El examinador abrió la puerta y el agua inundó el interior.
Antes de salir tomó su cartera de mano”.
Una vez fuera del
coche, se sentaron en el techo del mismo, sin hablar hasta que pronto fueron
rescatados por una lancha de pasajeros y llevados empapados al centro de
exámenes de conducir.
El percance no tuvo graves consecuencias para lo que pudo haber sido.
Nota:
La noticia fechada en Cranleigh (Inglaterra) se publicó en septiembre de 1969
en el diario ABC.