De
1960 a 1969
(3ª
parte)
Se reconoce la gran importancia que ofrece la circulación de
vehículos y sus repercusiones de carácter económico, social y político. Como
fenómeno social, favorece y genera unos peculiares usos sociales y la aparición
de grupos, en cierta manera antagónicos, conductores, peatones, ciclistas…
Conseguir una cierta armonía entre los derechos y obligaciones de todos los implicados exige una minuciosa ordenación
orientada a conseguir unos parámetros óptimos de seguridad y de fluidez en la
circulación vial. Lamentablemente, después de medio siglo, estamos aún lejos de
alcanzarlos en grandes y medianas ciudades.
Debido a la creciente motorización de los españoles aumentan los
accidentes y los fallecidos se incrementan año tras año de forma muy preocupante.
Los meteorólogos pronosticaban una temperatura máxima de 23º, la
Corporación daba la bienvenida a 1.364 millones de pesetas para mejoras viales,
España vencía a Turquía por 2-0 con goles de Grosso y Gento. Eran noticias que
se podían leer en la prensa madrileña de aquel dia de junio de 1967. Pero
también se publicó otra, que dejó preocupado al colectivo de autoescuelas de
Madrid, cuyo titular decía: UN PROYECTO
REVOLUCIONARIO PARA LA ENSEÑANZA Y EL EXAMEN DEL CONDUCTOR.
El proyecto, calificado pomposamente de evolucionario, había sido presentado a la Administración por el
Colegio de Ingenieros Industriales de Madrid. Se trataba de construir en la
Ciudad una “planta piloto” para la
formación diaria de un centenar de conductores. Ello significaba, en opinión
del autor del artículo, el cierre de las academias de conducir madrileñas con todas las implicaciones de tipo laboral y
social que acarrearía una acción de este tipo.
En el informe del Colegio,
entre otros argumentos bastantes peregrinos, alegaban que la formación que darían
a los alumnos en el centro piloto sería muchísimo más completa que la que
proporcionaban las autoescuelas, que las 3.500 pesetas por el permiso “clase B”, que
cobraba de media las autoescuelas por el susodicho permiso, ellos sería capaces
de rebajarlo a 2.500 pesetas, y algunos más de esta guisa.
Aquel “revolucionario proyecto” no tuvo recorrido alguno y al
poco tiempo se diluyó como un azucarillo en un oloroso café.
Como bien saben mis coetáneos, en aquellos años, los exámenes de
conducir bien podrían calificarse de ridículos. La enseñanza se limitaba, en la
mayoría de casos, a la práctica de las tres o cuatro maniobras que exigían para
aprobar.
Próximas las fechas en las
que la Jefatura Central de Tráfico se haría cargo de la realización de las
exámenes de conducir y, quizá debido a ello, se abrió un debate en una parte de
la prensa, en los profesionales y en una parte de la sociedad, sobre todo si en
su entorno había algún aspirante a obtener un permiso de conducir en fechas
próximas. Se polemizó sobre la enseñanza en las Academias de Conductores, las
exigencias en los exámenes, el nivel de capacitación de aquellos “instructores”, el coste de sacarse un carnet
de conducir, etc. De siempre han sido temas manidos y recurrentes.
Por aquellos años ya se pedía, desde el Grupo Sindical Nacional
de Autoescuelas, unos exámenes más racionales y que hubiera una segunda prueba
que sería de circulación por carretera y ciudad.
En opinión de las representantes de las autoescuelas, además del
problema de los exámenes, existían otros no menos importantes: el de los
instructores y el de los examinadores. Por eso empezaban a mirar hacia Francia
y hacia Alemania para copiar de sus sistemas de formación y de sus exámenes.
Estos países ya tenían una larga experiencia. Disponían de autopistas desde
hacía 30 años. Tenían coeficientes de
un automóvil por cada cuatro o cinco habitantes.En Francia funcionaban unas
nueve mil autoescuelas y en Alemania
Occidental unas doce mil. Mientras tanto, en España desconocíamos las
autopistas, nuestro coeficiente era de
un automóvil por cada treinta habitantes
y solo funcionaban dos mil autoescuelas o menos. Es puerill inventar lo que ya
estaba inventado. Era más lógico e inteligente copiar de los sistemas de estos
países y adaptarlos a las posibilidades
del nuestro, esto era, al menos, lo que aconsejaban voces autorizadas de
aquellas autoescuelas.
Aquellos instructores (hoy profesores de autoescuela o profesores
de formación vial) reunían los requisitos exigidos por la normativa vigente,
pero la mayoría de ellos no eran idóneos para la formación de los conductores. No
habían sido formados para realizar esta actividad.
La normativa solo exigía disponer de un permiso de conducir la clase máxima, es
decir, el D + E. En caso de enseñanza con motocicleta, el de la clase A2. Ello
obligaba a las autoescuelas a contratar profesores que podrían ser excelentes conductores, pero su actitud y
aptitud como profesores, salvo honrosas excepciones, era enormemente deficiente.
Casi todos habían dejado el camión para subir al Seat 600 y empezar a enseñar a
conducir.
Los representantes de las autoescuelas tenían un proyecto:
seleccionar a personas con un determinado nivel cultural y que estos superasen unos
cursos de formación pedagógica. Por entonces ya se estaban impartiendo en
Madrid a los directores unos cursillos
que llamaban de “información pedagógica”.
(continuará…)