Aquellos funcionarios se veían
inmersos,en más de una ocasión, como consecuencia de su actividad en
situaciones cuando menos hilarantes.
El escritor gallego Wenceslao
Fernández Flores que en 1926 compartió el Premio Nacional de Literatura con
Concha Espina nos relata una de esas situaciones en su obra “El hombre que compró
un automóvil”. Este escritor coruñés es uno de los grandes humoristas de las
letras españolas del siglo XX.
Nuestro admirado escritor comenzó su
carrera en diarios y revistas. Tiene su primer contacto con el periodismo a los
quince años en el diario coruñés La Mañana. A lo largo de su carrera
literaria fue galardonado con numerosos premios y en 1934 fue elegido para
ocupar la silla S en la RAE, pero no tomó posesión hasta 1945 con el discurso titulado El humor en la literatura española.
Entre su prolija obra se incluye la
novela El hombre que compró un automóvil.
Puede que algunos la hayan considerado como una obra menor, pero nadie
puede dejar de reconocer que en ella profetizó lo que sería la futura civilización
automovilística. Auguró el mundo que le esperaba a sus conciudadanos, un mundo
repoblado de numerosos seres mecánicos que se mezclan en nuestras vidas,
coexisten con nosotros, nos entorpecen o nos ayudan, y hasta nos matan. Son tan
abundantes como la humanidad misma. Son frases salidas de la pluma de Wenceslao Fernández Flores en 1932, fecha en
que escribe su novela, y que en el 2016 están
de plena actualidad.
Anticipa
muchos de los excesos que luego se han producido: desde el culto al automóvil, hasta la completa subordinación al mismo, pasando por
los abusos mercantiles. A lo largo
de sus páginas se entrevé la ironía, la hipérbole, la caricatura, la
exageración, el humor negro y el humor del absurdo. Para Fernández Flores hay mucho
patetismo en los motivos que fuerzan a un hombre a comprarse un automóvil y
bastante interés en todo lo que puede ocurrirle después.
El humor hace acto de presencia en muchas ocasiones provocando escenas
hilarantes que rayan lo absurdo, es el caso del capitulo que titula “Mi segunda
mano” en el que relata sus primeros pasos como conductor, su aprendizaje y su
examen de conducir.
El protagonista, al que una conjunción de circunstancias le
llevan a formar parte de la clase automovilística, empieza el capitulo diciendo:
Comencé
como tantos automovilistas: compré un “segunda mano”.
Este
“segunda mano” era muy aceptable. Puedo decir en su elogio que, al cabo de los
años, llegó a ser un “quinta mano” bastante robusto todavía.
Asevera, después de recibidas las primeras lecciones, que la
función de guiar un coche es la más difícil entre todas cuantas puede
proponerse un hombre nervioso. Y profesores y examinadores pueden convenir que
no le falta razón.
No obstante — sigue diciendo — alcancé
el fin de la enseñanza que quisieron darme en una academia para chóferes, y no
quedé mal. En los primeros días me era absolutamente imposible obligar a cada
mano y a cada pie a que procediesen con independencia, y me conducía como si
estuviese haciendo ensayos de malabarismo. Estiraba o encogía a un tiempo todas
las extremidades, pisaba alocadamente allá y acullá, lanzaba gritos reclamando
el auxilio de mi instructor, o me quería arrojar por la ventanilla. Sin
embargo, conseguí dominar casi todas las dificultades.
Un día el director de la academia donde estaba aprendiendo a conducir le
dijo:
—Creo
que ya está usted en condiciones de someterse a examen para obtener el carnet.
Sólo le falta conocer algunos trucos del oficio, pero no están comprendidos en
la tarifa. Por cinco pesetas más le daré un buen consejo.
Con los consejos del director — le llegó a dar hasta tres aunque sólo le cobró dos — y las lecciones recibidas
de teórica y prácticas nuestro
protagonista creyó estar capacitado para lanzarse con su “segunda mano” por las
calles y carreteras que encontrara a mano y compareció el día que le fijaron
ante el experto examinador oficial que había de negarle o concederle el carnet
de conductor.
A partir de aquí dejemos que nos cuente nuestro nervioso aspirante
a conductor cómo le fue la prueba:
—
Contesté, algunas preguntas, hice ciertas evoluciones, y un caballero joven y
bien vestido —un poco infatuado, como casi todos los funcionarios públicos—,
ocupó un puesto a mi lado para someterme a la prueba definitiva.
—En
marcha.
Puse
el coche en marcha.
—Vamos
a ver cómo se las arregla entre el tránsito.
Recorrí
brillantemente toda la Castellana y emboqué la carretera de Chamartín.
—Dé
la vuelta.
Iba
un tranvía y venía un camión.
—No
tengo sitio —murmuré.
Y
seguí corriendo. Quizá la imposibilidad de obedecer inmediatamente aquel
mandato o la estirada gravedad de mi examinador, o ambos motivos, alteraron mis
nervios, porque la verdad es que ya no pude encontrar sitio bastante para hacer
dar la vuelta al coche. Continué tragando kilómetros.
— ¿Por
qué no regresa? —indagó él.
—No...
no... puedo —silabeé. Le oí suspirar. Corríamos ya por las afueras.
—Al
menos —ordenó-—, pare usted. Pero ya había llegado al máximun del azoramiento.
Apenas se me oyó decir:
—No...
no... me acuerdo...
Era
verdad, juro que era verdad. Si entre ustedes hay un hombre realmente nervioso,
creerá mis palabras.
— ¿ Quiere usted decir que no
sabe detener el coche? —preguntó mi acompañante con voz temblorosa.
—No...,
palabra de honor...; no me acuerdo. Sé que es bueno pisar en un sitio, pero si
piso en otro sitio correremos más.
—i
Correr más no! ¡No pise nada!
—Lo
mejor —rogué apresuradamente— será que se ponga usted en mi lugar. Renuncio al
carnet. Me doy por vencido.
El
joven caballero dio una palmada en sus muslos.
—¿Y
qué diablos quiere que haga yo en su lugar? ¡Aviados estamos!
En
cuatro palabras me confesó que le habían conferido aquel cargo, en espera de
otro mejor, porque su padre era un político que disponía de más de mil votos;
pero que ni su padre ni él habían manejado jamás un coche.
El
mío se despeñaba cuesta abajo por una pendiente pronunciada.
— No
corra tanto!
—-No
soy yo.
—
Vamos a matarnos! ¿Por qué se me habrá ocurrido aceptar esta ganga? ¡ Maldita
sea !... ¿ No puede hacer nada por?...
— No
puedo! ¡Este artilugio está desbocado!... Ahí viene un árbol! ¡Atención!
—
Soo! —gritó él contra el parabrisas, dirigiéndose al capot, con los ojos
desorbitados y el cabello de punta.
—
Soo! —grité yo con toda mi alma.
El
árbol pasó de largo por la derecha.
—Allí
aparecen un viejo y una niña —indiqué—. No creo que consiga pasar por el
medio...; me parece que uno de ellos..., por lo menos uno... ¿Cuál me aconseja
usted?
—i
Qué horror!
—i
Pronto! ¿Cuál de ellos?
Por fortuna, el auto paró
antes de alcanzarlos... Se había agotado la gasolina. Mi acompañante se apeó
con una prisa temblorosa y echó a correr, al través de los sembrados, hacia
Madrid. El sombrero le
cayó al saltar una cerca, y no se detuvo a recogerlo.
¿Cambiaria de profesión aquel probo funcionario examinador después de aquel
examen?
Nuestro admirado y divertido escritor sentencia por medio del
protagonista de su novela lo siguiente: Verse
con un auto en las manos es un grave motivo de preocupación para cualquier
hombre prudente. No puede formarse ni una idea aproximada de la responsabilidad
que acepta, hasta que se encuentra uno en medio de la calle, con el artilugio
trepidante, repentinamente dueño de la vida de los demás.
No me digan que este pronunciamiento hecho en 1932, hace nada menos que
84 años, ¿no podría ser válido en el actual mes de abril de este año bisiesto
2016?