viernes, 8 de abril de 2016

DE LA QUE SE LIBRAN LOS EXAMINADORES DE TRÁFICO…

 Hubo una época en la que el examinador era el que acompañaba al aspirante en el asiento delantero durante el recorrido del examen.  ¡Solos, examinador y aspirante! El examinando con sus consabidos nervios y el examinador con su supuesto temple.

Aquellos funcionarios se veían inmersos,en más de una ocasión, como consecuencia de su actividad en situaciones cuando menos hilarantes.

El escritor gallego Wenceslao Fernández Flores que en 1926 compartió el Premio Nacional de Literatura con Concha Espina nos relata una de esas situaciones en su obra “El hombre que compró un automóvil”. Este escritor coruñés es uno de los grandes humoristas de las letras españolas del siglo XX.




Nuestro admirado escritor comenzó su carrera en diarios y revistas. Tiene su primer contacto con el periodismo a los quince años en el diario coruñés La Mañana. A lo largo de su carrera literaria fue galardonado con numerosos premios y en 1934 fue elegido para ocupar la silla S en la RAE, pero no tomó posesión hasta 1945 con el discurso titulado El humor en la literatura española.

Entre su prolija obra se incluye la novela El hombre que compró un automóvil. Puede que algunos la hayan considerado como una obra menor, pero nadie puede dejar de reconocer que en ella profetizó lo que sería la futura civilización automovilística. Auguró el mundo que le esperaba a sus conciudadanos, un mundo repoblado de numerosos seres mecánicos que se mezclan en nuestras vidas, coexisten con nosotros, nos entorpecen o nos ayudan, y hasta nos matan. Son tan abundantes como la humanidad misma. Son frases salidas de la pluma de  Wenceslao Fernández Flores en 1932, fecha en que escribe su novela,  y que en el 2016 están de plena actualidad.

Anticipa muchos de los excesos que luego se han producido: desde el culto al automóvil, hasta la completa  subordinación al mismo, pasando por los abusos mercantiles. A lo largo de sus páginas se entrevé la ironía, la hipérbole, la caricatura, la exageración, el humor negro y el humor del absurdo. Para Fernández Flores hay mucho patetismo en los motivos que fuerzan a un hombre a comprarse un automóvil y bastante interés en todo lo que puede ocurrirle después.

El humor hace acto de presencia en muchas ocasiones provocando escenas hilarantes que rayan lo absurdo, es el caso del capitulo que titula “Mi segunda mano” en el que relata sus primeros pasos como conductor, su aprendizaje y su examen de conducir.

El protagonista, al que una conjunción de circunstancias le llevan a formar parte de la clase automovilística, empieza el capitulo diciendo:

Comencé como tantos automovilistas: compré un “segunda mano”.
Este “segunda mano” era muy aceptable. Puedo decir en su elogio que, al cabo de los años, llegó a ser un “quinta mano” bastante robusto todavía.

Asevera, después de recibidas las primeras lecciones, que la función de guiar un coche es la más difícil entre todas cuantas puede proponerse un hombre nervioso. Y profesores y examinadores pueden convenir que no le falta razón.

No obstante — sigue diciendo — alcancé el fin de la enseñanza que quisieron darme en una academia para chóferes, y no quedé mal. En los primeros días me era absolutamente imposible obligar a cada mano y a cada pie a que procediesen con independencia, y me conducía como si estuviese haciendo ensayos de malabarismo. Estiraba o encogía a un tiempo todas las extremidades, pisaba alocadamente allá y acullá, lanzaba gritos reclamando el auxilio de mi instructor, o me quería arrojar por la ventanilla. Sin embargo, conseguí dominar casi todas las dificultades.

Un día el director de la academia donde estaba aprendiendo a conducir le dijo:

—Creo que ya está usted en condiciones de someterse a examen para obtener el carnet. Sólo le falta conocer algunos trucos del oficio, pero no están comprendidos en la tarifa. Por cinco pesetas más le daré un buen consejo.

Con los consejos del director — le llegó a dar hasta tres aunque sólo le cobró dos — y las lecciones recibidas de teórica y prácticas  nuestro protagonista creyó estar capacitado para lanzarse con su “segunda mano” por las calles y carreteras que encontrara a mano y compareció el día que le fijaron ante el experto examinador oficial que había de negarle o concederle el carnet de conductor.



A partir de aquí dejemos que nos cuente nuestro nervioso aspirante a conductor cómo le fue la prueba:

— Contesté, algunas preguntas, hice ciertas evoluciones, y un caballero joven y bien vestido —un poco infatuado, como casi todos los funcionarios públicos—, ocupó un puesto a mi lado para someterme a la prueba definitiva.
—En marcha.
Puse el coche en marcha.
—Vamos a ver cómo se las arregla entre el tránsito.
Recorrí brillantemente toda la Castellana y emboqué la carretera de Chamartín.
—Dé la vuelta.
Iba un tranvía y venía un camión.
—No tengo sitio —murmuré.
Y seguí corriendo. Quizá la imposibilidad de obedecer inmediatamente aquel mandato o la estirada gravedad de mi examinador, o ambos motivos, alteraron mis nervios, porque la verdad es que ya no pude encontrar sitio bastante para hacer dar la vuelta al coche. Continué tragando kilómetros.
— ¿Por qué no regresa? —indagó él.
—No... no... puedo —silabeé. Le oí suspirar. Corríamos ya por las afueras.
—Al menos —ordenó-—, pare usted. Pero ya había llegado al máximun del azoramiento. Apenas se me oyó decir:
—No... no... me acuerdo...
Era verdad, juro que era verdad. Si entre ustedes hay un hombre realmente nervioso, creerá mis palabras.
  ¿ Quiere usted decir que no sabe detener el coche? —preguntó mi acompañante con voz temblorosa.
—No..., palabra de honor...; no me acuerdo. Sé que es bueno pisar en un sitio, pero si piso en otro sitio correremos más.
—i Correr más no! ¡No pise nada!
—Lo mejor —rogué apresuradamente— será que se ponga usted en mi lugar. Renuncio al carnet. Me doy por vencido.
El joven caballero dio una palmada en sus muslos.
—¿Y qué diablos quiere que haga yo en su lugar? ¡Aviados estamos!
 En cuatro palabras me confesó que le habían conferido aquel cargo, en espera de otro mejor, porque su padre era un político que disponía de más de mil votos; pero que ni su padre ni él habían manejado jamás un coche.
El mío se despeñaba cuesta abajo por una pendiente pronunciada.
— No corra tanto!
—-No soy yo.
— Vamos a matarnos! ¿Por qué se me habrá ocurrido aceptar esta ganga? ¡ Maldita sea !... ¿ No puede hacer nada por?...
— No puedo! ¡Este artilugio está desbocado!... Ahí viene un árbol! ¡Atención!
— Soo! —gritó él contra el parabrisas, dirigiéndose al capot, con los ojos desorbitados y el cabello de punta.
— Soo! —grité yo con toda mi alma.
El árbol pasó de largo por la derecha.
—Allí aparecen un viejo y una niña —indiqué—. No creo que consiga pasar por el medio...; me parece que uno de ellos..., por lo menos uno... ¿Cuál me aconseja usted?
—i Qué horror!
—i Pronto! ¿Cuál de ellos?
Por fortuna, el auto paró antes de alcanzarlos... Se había agotado la gasolina. Mi acompañante se apeó con una prisa temblorosa y echó a correr, al través de los sembrados, hacia Madrid. El sombrero le 
cayó al saltar una cerca, y no se detuvo a recogerlo.



¿Cambiaria de profesión aquel probo funcionario examinador después de aquel examen?

Nuestro admirado y divertido escritor sentencia por medio del protagonista de su novela lo siguiente: Verse con un auto en las manos es un grave motivo de preocupación para cualquier hombre prudente. No puede formarse ni una idea aproximada de la responsabilidad que acepta, hasta que se encuentra uno en medio de la calle, con el artilugio trepidante, repentinamente dueño de la vida de los demás.

No me digan que este pronunciamiento hecho en 1932, hace nada menos que 84 años, ¿no podría ser válido en el actual mes de abril de este año bisiesto 2016?