Cada día que pasa soy más peatón y menos
conductor. Por supuesto que no estoy en contra del uso del automóvil, pero sí
del uso irracional del mismo.
Al igual que ahora soy peatón de “a
diario”, fui muchos años conductor de “a diario”. Durante mi vida laboral formé
a muchos jóvenes y no tan jóvenes como conductores y conductoras. Les enseñé, o
al menos lo intenté, que hacer un uso racional del automóvil beneficia a todos.
Que un comportamiento correcto en el uso de la vía pública es como practicar la
solidaridad con nuestros conciudadanos. Salir a la vía pública con nuestro automóvil
es salir a encontrarse con otros automovilistas con los mismos derechos que
notros. Sin embargo hoy, he de reconocer que en mi condición de peatón — casi
todos los días— y de conductor de — forma esporádica — sigo viendo a los
conductores y conductoras con los mismos pecados, o quizá más acentuados, que los
de sus antecesores del siglo pasado.
Es cierto que a todos nos llega una edad
en la que parece que estamos mejor recreando el pasado, que tenemos un presente
poco motivador y que carecemos de futuro. Pero yo creo que no es del todo
cierto.
Los de mi edad, ya jubilados, hemos sido
niños con carencias, pero con sueños, y hemos vivido con ilusión infantil. No
disfrutamos del automóvil ni del “smartphone” ni de tantos otros inventos, pero
teníamos para nosotros una calle sin automóviles para jugar sin miedo a ser
atropellados.
En la infancia jugábamos y soñábamos con
nuestros héroes; de adolescentes y jóvenes imaginábamos nuestro futuro con deseos
de que fuera mejor que el de nuestros padres; de adultos, con desafíos para
darle un futuro a nuestros hijos y alcanzar aquello que deseábamos; de más adultos,
ya mayores y jubilados, imaginando la última
etapa de nuestro futuro, cada día más corto, y planificando con más o menos
pormenores, cómo alcanzar lo que todavía deseamos.
Especular con el futuro es un ejercicio
mental y, a la vez, emotivo que hace que saltemos cada día de la cama para
sacudirnos los miedos de la noche. Pero dejemos esto y vamos a lo que vamos:
los pecados de los automovilistas, de este siglo y del pasado.
Entre los deseos de mis coetáneos, fueran
jóvenes o adultos, estaba el automóvil. Conseguir la tenencia y disfrute de uno,
cosa harto difícil para la mayoría de los españoles de los años cincuenta y sesenta
del siglo pasado, era un sueño.
Una de las conquistas materiales en la que está
empeñada la humanidad y que destaca sobre otras muchas es la posesión de un
automóvil. España, aunque con años de retraso respecto o otros países de
nuestro entorno, se ha venido motorizando desde hace varias décadas. Los españoles,
en los años cincuenta, como dice un libro de Eslava Galán, cambiaron las alpargatas
por el seiscientos y se motorizaron.
Cada día hay menos espacios en las ciudades que no estén ocupados
por el automóvil, símbolo de prosperidad del siglo pasado y del presente. Cada
día hay más y más automóviles circulando. Automóviles guiados por hombres y
mujeres irritados, tensos, enfadados consigo mismos y con el resto del mundo
por los problemas que les da el automóvil, y que unidos a los que tengan por
motivos personales, les hacen adoptar un
tipo de conducta en la que afloran sus pecados de automovilista.
Estas circunstancias en el tráfico rodado
no son exclusivas del siglo XXI, ya se daban en Londres en la década de los
sesenta.
La precipitación de la vida moderna de
los londineses, como los de cualquier
otra ciudad donde empezaba a reinar el automóvil en la década de los sesenta
junto a las tensiones nerviosas que hay
que soportar por la masificación de estos vehículos son las causas de que, en ocasiones, el conductor
pierda su compostura y su dignidad, dejándose arrastrar por el camino fácil de
las palabras malsonantes y de los gestos ofensivos.
Un pastor protestante inglés, al que hace
referencia el escritor Alfonso Lindo en un artículo publicado en el ABC en 1968,
escribió un libro que tituló, “Los
pecados capitales del automovilista”.
El reverendo, al parecer hombre
preocupado por la seguridad vial en su tiempo y hombre observador de los comportamientos
de los conductores londinenses,
recapitula en su libro los modos y los medios a través de los cuales los
automovilistas cometen lo que él llamaba pecados capitales. Quizá hubiera sido
más apropiado hablar de “vicios” capitales del automovilista.
En el Catecismo de la Iglesia Católica se puede
leer: Son llamados
capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la
avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.
El reverendo protestante los enumera y
los compendia, referidos al automovilista londinense, aunque extrapolables a
cualquier otro conductor europeo, de la siguiente guisa: orgullo, cólera, lujuria,
pereza, envidia, avaricia y gula. Veamos como:
• Orgullo: A veces podemos sentir como un golpe severo contra nuestro
orgullo por el hecho de que nos adelante un coche menos potente que el nuestro.
• Cólera: ¿De qué sirven la
cólera, y el claxon, aun cuando estén justificados?
• Lujuria: Los potentes coches
deportivos pueden ser considerados como un símbolo sexual. Los coches tienen
siempre un cierto carácter femenino y se dice de ellos que son esbeltos,
seductores y bellos.
•Pereza: La mayor parte de los
conductores llevan siempre retraso, porque piensan que podrán recuperar el
tiempo perdido.
•Envidia: Muchos automovilistas
envidian el coche o el modo da conducir de otros, y así uno puede querer
rivalizar con otro, aunque tenga un coche menos poderoso, e incluso imitarlo si
el otro es mucho mejor conductor.
•Avaricia y gula: En todas
las carreteras se encuentran, sobre todo en las curvas, conductores que
circulan por el centro y se niegan a ceder en los adelantamientos cuando el
otro coche tiene derecho.
El citado articulista termina su artículo
diciendo:
El esfuerzo del pastor Inglés Wilfred Tymms es digno de
mencionarse. Se trata de dar un alerta a las conciencias de los hombres que
conducen un coche. Se trata de decirles, con buenos palabras, eso si, que sobre
sus espaldas pueden pesar los muertos por accidente automovilístico, epidemia
nefasta de nuestro tiempo.
Ha transcurrido casi medio siglo de la
publicación del libro del reverendo y también de la del susodicho artículo. ¿Y creen ustedes
que hemos avanzado algo?