miércoles, 26 de octubre de 2016

LOS PECADOS CAPITALES DEL AUTOMOVILISTA DE LOS AÑOS SESENTA DEL SIGLO PASADO




Cada día que pasa soy más peatón y menos conductor. Por supuesto que no estoy en contra del uso del automóvil, pero sí del uso irracional del mismo.

Al igual que ahora soy peatón de “a diario”, fui muchos años conductor de “a diario”. Durante mi vida laboral formé a muchos jóvenes y no tan jóvenes como conductores y conductoras. Les enseñé, o al menos lo intenté, que hacer un uso racional del automóvil beneficia a todos. Que un comportamiento correcto en el uso de la vía pública es como practicar la solidaridad con nuestros conciudadanos. Salir a la vía pública con nuestro automóvil es salir a encontrarse con otros automovilistas con los mismos derechos que notros. Sin embargo hoy, he de reconocer que en mi condición de peatón — casi todos los días— y de conductor de — forma esporádica — sigo viendo a los conductores y conductoras con los mismos pecados, o quizá más acentuados, que los de sus antecesores del siglo pasado.

Es cierto que a todos nos llega una edad en la que parece que estamos mejor recreando el pasado, que tenemos un presente poco motivador y que carecemos de futuro. Pero yo creo que no es del todo cierto.

Los de mi edad, ya jubilados, hemos sido niños con carencias, pero con sueños, y hemos vivido con ilusión infantil. No disfrutamos del automóvil ni del “smartphone” ni de tantos otros inventos, pero teníamos para nosotros una calle sin automóviles para jugar sin miedo a ser atropellados.

En la infancia jugábamos y soñábamos con nuestros héroes; de adolescentes y jóvenes imaginábamos nuestro futuro con deseos de que fuera mejor que el de nuestros padres; de adultos, con desafíos para darle un futuro a nuestros hijos y alcanzar aquello que deseábamos; de más adultos, ya mayores y jubilados,  imaginando la última etapa de nuestro futuro, cada día más corto, y planificando con más o menos pormenores, cómo alcanzar lo que todavía deseamos.

Especular con el futuro es un ejercicio mental y, a la vez, emotivo que hace que saltemos cada día de la cama para sacudirnos los miedos de la noche. Pero dejemos esto y vamos a lo que vamos: los pecados de los automovilistas, de este siglo y del pasado.
Entre los deseos de mis coetáneos, fueran jóvenes o adultos, estaba el automóvil. Conseguir la tenencia y disfrute de uno, cosa harto difícil para la mayoría de los españoles de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, era un sueño. 

Una de las conquistas materiales en la que está empeñada la humanidad y que destaca sobre otras muchas es la posesión de un automóvil. España, aunque con años de retraso respecto o otros países de nuestro entorno, se ha venido motorizando desde hace varias décadas. Los españoles, en los años cincuenta, como dice un libro de Eslava Galán, cambiaron las alpargatas por el seiscientos y se motorizaron.

Cada día hay menos  espacios en las ciudades que no estén ocupados por el automóvil, símbolo de prosperidad del siglo pasado y del presente. Cada día hay más y más automóviles circulando. Automóviles guiados por hombres y mujeres irritados, tensos, enfadados consigo mismos y con el resto del mundo por los problemas que les da el automóvil, y que unidos a los que tengan por motivos personales,  les hacen adoptar un tipo de conducta en la que afloran sus pecados de automovilista.

Estas circunstancias en el tráfico rodado no son exclusivas del siglo XXI, ya se daban en Londres en la década de los sesenta.
La precipitación de la vida moderna de los londineses, como los  de cualquier otra ciudad donde empezaba a reinar el automóvil en la década de los sesenta junto a las tensiones  nerviosas que hay que soportar por la masificación de estos vehículos  son las causas de que, en ocasiones, el conductor pierda su compostura y su dignidad, dejándose arrastrar por el camino fácil de las palabras malsonantes y de los gestos ofensivos.

Un pastor protestante inglés, al que hace referencia el escritor Alfonso Lindo en un artículo publicado en el ABC en 1968,  escribió un libro que tituló, “Los pecados capitales del automovilista”.
El reverendo, al parecer hombre preocupado por la seguridad vial en su tiempo y hombre observador de los comportamientos de los conductores londinenses,  recapitula en su libro los modos y los medios a través de los cuales los automovilistas cometen lo que él llamaba pecados capitales. Quizá hubiera sido más apropiado hablar de “vicios” capitales del automovilista.

En el Catecismo de la Iglesia Católica se puede leer: Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.

El reverendo protestante los enumera y los compendia, referidos al automovilista londinense, aunque extrapolables a cualquier otro conductor europeo, de la siguiente guisa: orgullo, cólera, lujuria, pereza, envidia, avaricia y gula. Veamos como:

•  Orgullo: A veces podemos sentir como un golpe severo contra nuestro orgullo por el hecho de que nos adelante un coche menos potente que el nuestro.


• Cólera: ¿De qué sirven la cólera, y el claxon, aun cuando estén justificados?



• Lujuria: Los potentes coches deportivos pueden ser considerados como un símbolo sexual. Los coches tienen siempre un cierto carácter femenino y se dice de ellos que son esbeltos, seductores y bellos.

•Pereza: La mayor parte de los conductores llevan siempre retraso, porque piensan que podrán recuperar el tiempo perdido.

•Envidia: Muchos automovilistas envidian el coche o el modo da conducir de otros, y así uno puede querer rivalizar con otro, aunque tenga un coche menos poderoso, e incluso imitarlo si el otro es mucho mejor conductor.

•Avaricia y gula: En todas las carreteras se encuentran, sobre todo en las curvas, conductores que circulan por el centro y se niegan a ceder en los adelantamientos cuando el otro coche tiene derecho.

El citado articulista termina su artículo diciendo:

El esfuerzo del pastor Inglés Wilfred Tymms es digno de mencionarse. Se trata de dar un alerta a las conciencias de los hombres que conducen un coche. Se trata de decirles, con buenos palabras, eso si, que sobre sus espaldas pueden pesar los muertos por accidente automovilístico, epidemia nefasta de nuestro tiempo.

Ha transcurrido casi medio siglo de la publicación del libro del reverendo y también de la del susodicho artículo. ¿Y creen ustedes que hemos avanzado algo?