“Diccionario humorístico del automóvil”
(III)
JEFATURA DE TRÁFICO Y EXAMEN
Aquellos exámenes de conducir…según el
autor de aquel Diccionario humorístico del automóvil.
Para solaz, distracción y, si es posible,
esparcimiento y regocijo de ambos colectivos, el de autoescuelas y el de examinadores
que tan mal lo vienen pasando últimamente, traemos, de nuevo, dos comentarios
más (los dos primeros los publiqué en febrero y marzo respectivamente del pasado
año) de la obra de Francisco Balagué
Solá, “el automóvil, el automovilista y
sus consecuencias…”
El libro, como ya señalé, se publicó en
1968 (Editorial M. Casals, Barcelona). Precisamente este fue el año en el que los
exámenes de conducir pasaron a ser competencia de la Jefatura Central de Tráfico.
Los funcionarios seleccionados para
examinar a los aspirantes al permiso de conducir habían pasado por la Escuela
de Automovilismo de Getafe para recibir la pertinente formación. Esta escuela
era (supongo que sigue siendo) un centro militar. Se dio la paradoja de que no
todos los funcionarios seleccionados para asistir al curso eran titulares de
permisos de conducir.
En aquellos años, si no tenías el permiso
de conducir y un SEAT 600 no eras nadie…y todos los españoles querían ser
alguien. Aprendían a conducir y se compraban a plazos un SEAT 600 que era el
automóvil más asequible a sus economías. Pero antes de la adquisición estampaban
su firma en aquellos documentos conocidos como “letra de cambio”, aceptando la cantidad y la
fecha de vencimiento. Esta filosofía de comprar y vender a plazos beneficiaba
al tejido productivo, en especial a los fabricantes de automóviles, a sus
concesionarios, a los talleres mecánicos, a las estaciones de servicio y, cómo
no, a las Autoescuelas.
Próximas las
fechas en las que la Jefatura Central de Tráfico se haría cargo de la
realización de las exámenes de conducir y, quizá debido a ello, se abrió un
debate en una parte de la prensa, en los profesionales y en una parte de la
sociedad, sobre todo si en su entorno había algún aspirante a obtener un
permiso de conducir en fechas próximas.
Se polemizaba
sobre la enseñanza en las Academias de Conductores, las exigencias en los
exámenes, el nivel de capacitación de aquellos
“instructores”, el coste de sacarse un carnet de conducir, etc. De
siempre han sido temas manidos y recurrentes.
Durante toda la década de los sesenta hubo
una estampida de ciudadanos hacia los concesionarios de coches y también hacia las autoescuelas porque todos querían alcanzar
aquel estatus social que permitía
desplazarse conduciendo un coche. El automóvil empezaba a convertirse en un
símbolo de una libertad ilusoria de
una nueva sociedad capitalista —me
desplazo a donde quiero, con quien quiero y cuando quiero — sin pensar en los
atascos que este fenómeno empezaba a generar.

Los funcionarios examinadores destinados
en Barcelona iniciaron su nueva tarea en
la montaña de Montjuic el 1 de febrero de 1968. El libro se publicó en los
primeros días de este mismo año. Por este y otros motivos que aparecen en su
redactado, cabe pensar que los comentarios y descripciones de su autor sobre
los exámenes hacen referencia a los realizados cuando todavía dependían de la
Dirección General de Industria. Aunque no diferían mucho de aquellos primeros
que realizaban los funcionarios de las Jefaturas Provinciales de Tráfico.
Así describía Francisco Balagué Solá las JEFATURAS DE TRÁFICO DEL MOMENTO:
Organismo creado para la simplificación de los varios trámites
que antes hacían de la matriculación de los vehículos una especie de novelas
por entrega, lo que se realiza ahora en unas horas.
Igualmente se ocupan de la vigilancia, encauzamiento y coordinación
del tráfico contribuyendo con sus normas, consejos y asesoramiento a hacer
posible lo que prácticamente no lo es: que se pueda circular por nuestras
carreteras costeras en días festivos del verano.
Suponemos que las Jefaturas de Tráfico demostrarán igualmente su
eficiencia en la labor que ahora se les encomienda sobre exámenes de
conductores, problema acuciante cuya solución adecuada es preciso y urgente
hallar, ante las, cada día, mayores dificultades que la circulación motorizada
representa.
Y esto otro decía del que , más en concreto, se realizaba en la Montaña de Montjuic de Barcelona:
Aunque a simple vista parezca que ya todos tienen
permiso de conducir la realidad es bien diferente y de ello se congratulan las
Auto-Escuelas. Son legión los que aspiran a esa preciada cartulina que faculta
para manejar coches, por habérseles despertado tarde la comezón de conducir o
bien por no haber adquirido el desarrollo necesario para comprar coche hasta
ahora. Y también son muchísimos los que acaban de cumplir los 18 años.
¿En qué consiste el examen de
conducción? Trasladémonos al Estadio de Montjuich para constatarlo de visu. A
las 8,30 ante la puerta «R», más de un centenar de alumnos esperan. Es el
primer turno y hay tres, normalmente. Se les pasa lista y entran en un local
para sufrir el examen de teoría. Se les entrega un formulario y tienen que
contestar «Si» o «No» a unas preguntas relativas al Código, aclarar un par de
gráficos sobre prioridad de paso y designar debidamente unos «discos» sobre
señales.
La contestación a base del
«Si» o el «No» presupone que cada alumno tiene el 50 % del problema resuelto a
base del azar. Recalquemos, sin embargo, que los alumnos, en su mayor parte,
saben lo que tienen que responder ya que en las Auto-Escuelas les han hecho
repetir cien veces formularios parecidos. No entienden las preguntas, pero
distinguen cuando hay que decir «si» y cuando «no».
Una hora después del examen
de teoría les entregan la calificación que sea positiva o negativa les facilita
el paso al examen práctico. Y los aspirantes se sientan frente al volante del
coche en que han efectuado sus pruebas de aprendizaje y comienza la tortura.
Un guardia urbano mira sus
papeles y su documento de Identidad, para comprobar que el que se examina es el
alumno y no su tío de Badajoz que podría ser un experto. Y da la orden de
partida. El futuro chófer intenta colocar la primera, lo que así, de primera
intención no siempre logra por causa de los nervios, pero si consigue hacer
mucho ruído. El guardia, cachazuda y campechanamente le indica que resulta
conveniente apretar el embrague. Otras veces, pese a no desembragar, el golpe
propinado a la palanca de cambio es tan brutal que la marcha entra y el coche
arranca, dando un gran salto, como canguro retozón.
Tipo canguro o tipo carro, el
coche avanza en primera velocidad y acomete la prueba primera: pasar en zig-zag
entre tres palos situados a distancia suficiente para que entre ellos pudiera
pasar un camión articulado. Pese a ello, alguno de los forzados, quizás soñando
en su futura participación en Le Mans, aceleran. Una valla metálica les saca de
sus sueños prematuros. El coche, más o menos abollado, es retirado por el
instructor y el alumno del examen, por el guardia.
Los que consiguen vencer la
tentación de apretar el acelerador siguen la prueba. Una vez superados los tres
palos, han de cambiar a segunda. Los hay tan tacaños que no quieren cambiar
nada (seguramente pensando que con los cambios se suele perder) y siguen adelante,
conteniendo la marcha del coche a medio embrague y haciendo polvo el disco de
ídem. Pero es lo que ellos piensan: con lo que les cobran por las prácticas ya
les quedará algo a los de las Auto-Escuelas para discos de esos.
Como lo reglamentario es
efectuar el cambio dicho; de tarde en tarde se asoma un examinador y a los que
pesca en primera, están fritos. Se les invita a volver dentro de tres semanas,
para que tengan tiempo suficiente para meditar sobre las ventajas de cambiar a
segunda. Los que lo hacen o no son pescados, continúan hasta una rampa donde
han de parar para arrancar nuevamente. Allí es el crujir de dientes y, a veces,
de metales, cuando el coche se va hacia atrás y no para hasta darse con el que
seguía. La rampa no supone más allá de un 5 %, pero ya es broma eso de tener
que coordinar embrague, acelerador y freno de mano...

Sin embargo, los más logran
vencer tamaño escollo y suben un poco más para cambiar el sentido de marcha del
coche en una calle que no tiene más de cinco metros de anchura. También esta
nueva dificultad suele ser superada por la mayoría y ya no resta más que la
difinitiva: la de encajonar el coche entre dos palos, sin tirarlos, y de forma
y modo que el artefacto quede más o menos paralelo al bordillo de fondo y no
más distantes, sus ruedas interiores, de 25 centímetros del mismo.
El aspirante sitúa el coche;
hace marcha atrás; gira primero a la derecha y luego a la izquierda, de acuerdo
con las referencias señaladas por su probo instructor y con más o menos sudores
y con un par de maniobras de corrección, deja el coche aparcado. Y deja de ser
aspirante porque se ha convertido en «apto» para conducir.
El aspirante sitúa el coche;
hace marcha atrás; gira primero a la derecha y luego a la izquierda, de acuerdo
con las referencias señaladas por su probo instructor y con más o menos sudores
y con un par de maniobras de corrección, deja el coche aparcado. Y deja de ser
aspirante porque se ha convertido en «apto» para conducir.
Después... ¡Depende de tantos
factores! Si tiene un poco de precaución y mucho de suerte, después de muchos
sustos, va aprendiendo a conducir y llegará un día en que quizás será un
experto. Si no tiene precaución ni suerte... ¡La lista de «sucesos» aumenta de
día en día!
Aunque nuestros jóvenes conductores no lo crean, así aprendimos
a conducir todos los españoles y españolas cuyo permiso de conducir supera el medio siglo de
antigüedad.
¡Qué poco se parecen, afortunadamente, aquellos exámenes a estos
de hoy!